O blog de Gargarella reproduz a seguinte matéria de El Clarin de 21 de junho de 2013
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Ideas
21/06/13
La explosión de la solidaridad
Agudo, Zygmunt Bauman expone en este ensayo magistral las razones por las cuales el mundo necesita del cooperativismo y de una actitud altruista en momentos en que tiemblan las estructuras sociales y el capitalismo busca recomponerse. Svampa habla del ser solidario en América Latina y también se presenta el libro nuevo del pensador polaco.
Zygmunt Bauman
Por Zygmunt Bauman
Imágenes
Pasamanos. La sociedad de constructores que se formó en los albores de la Era Moderna se basó en la confianza y en la actitud solidaria.
Pasamanos. La sociedad de constructores que se formó en los albores de la Era Moderna se basó en la confianza y en la actitud solidaria.
Zygmunt Bauman
La búsqueda del bien común
La liquidez del futuro joven
Practicar la solidaridad significa fundar nuestro pensamiento y nuestras acciones en el principio de “uno para todos y todos para uno”. El respeto por este principio de responsabilidad mutua (del grupo por el individuo, y del individuo por el grupo) fue definido como el état de solidarité (estado de solidaridad) por la Encylopédie francesa en 1765. La palabra proviene del adjetivo solidario, que significa “mutuamente dependiente”, “completo”, “entero”. Solidario deriva de la palabra sólido, que implica “solidez”, “integridad”, “cohesión” y “permanencia”.
Un grupo formado por miembros que exhiben los atributos de la solidaridad se caracteriza por la permanencia y por la resistencia a las adversidades que generan los extendidos vicios humanos de los celos, la desconfianza mutua, la sospecha, los conflictos de intereses y la rivalidad. La actitud de solidaridad consigue evitar que surja oposición entre los intereses privados y el bien común. La solidaridad transforma una acumulación poco rigurosa de individuos en una comunidad; complementa su coexistencia física con una moral, elevando así su interdependencia al rango de una comunidad de destino y de fortuna... Al menos, tales eran las esperanzas implícitas y anheladas cuando la solidaridad comenzó a ser promocionada, cultivada y atendida en el siglo XVIII, cuando el Ancien Régime se disolvía y nacía la era de la construcción de los Estados-nación.
Surge el ser solidario
Una de las primeras iniciativas de los organizadores de “Occupy Wall Street” fue invitar a Lech Walesa, el legendario líder del Movimiento polaco Solidaridad para que pudiera pasar el bastón, por así decirlo, en la carrera de postas del “poder del pueblo”. Los ocupantes de Wall Street se veían como hermanos del movimiento social que se bautizó a sí mismo como Solidaridad y que posteriormente encarnaría todo lo que consiguió unificar al pueblo polaco en contra del poder político que violaba sus derechos e ignoraba su voluntad. Dentro de la misma tónica, los ocupantes de Wall Street se propusieron trascender todos los desacuerdos de clase, étnicos, religiosos, políticos e ideológicos que estaban dividiendo a los estadounidenses y volviéndolos presa del egoísmo, la codicia, el afán de los intereses privados y la consecuente indiferencia a la desgracia humana. A sus ojos, los banqueros de Wall Street eran la encarnación de todas estas plagas.
Los ocupantes se veían a sí mismos como los representantes, o más bien, la vanguardia del “90% de los estadounidenses”. Los promotores de la ocupación no habrían podido ignorar el hecho de que los “ocupantes” llegaban a Zuccotti Park (Manhattan) desde rincones muy divergentes de una sociedad claramente enemistada y dividida; pero esperaban poder suspender las discusiones y atenuar el antagonismo durante un período necesario para purgar la pesadilla que atormentaba en igual medida a todos, o casi todos, los estadounidenses (así como el régimen comunista dictatorial atormentaba a los polacos, la tiranía de Mubarak atormentaba a los egipcios y el terror de Kadafi atormentaba a los libios).
Evitaron abordar temas en los que diferían a rajatabla –y evitaron específicamente discusiones sobre cómo sería EE.UU. una vez que el 1% más rico de los estadounidenses, atrincherado en los bancos de Wall Street, ya no pudiera captar el 93% de la riqueza nacional. Los “ocupantes” se jactaban ante los periodistas de que su movimiento era auténticamente popular, espontáneo y que no era manipulado –tal como lo demostró la ausencia de líderes que aspiraran a sabotear sus acciones. Y realmente no tenían un líder –ni habrían podido tenerlo. Porque un líder digno de ese nombre es por definición alguien con una visión y un programa; y si en Zuccotti Park se elaboraban visiones y programas, los temas previamente dejados de lado y confinados cautamente al silencio, los conflictos de intereses flagrantes y para nada fáciles de resolver, saldrían instantáneamente a la superficie. En ese caso, la carpa que la ciudad construyó en el parque se habría convertido en un segundo en una ciudad fantasma –como incluso ya había ocurrido con frecuencia, por ejemplo, en la Plaza de la Independencia de Kiev o en la Plaza de la Liberación de El Cairo. El movimiento formado por millones de personas, cuyo objetivo era unificar los bandos y facciones por lo demás opuestos, y todas las razones para continuar la alianza temporaria, se habría acabado de inmediato.
Al igual que otros “movimientos de indignados”, la ocupación de Wall Street fue, por decirlo de alguna manera, una “explosión de solidaridad”. Las explosiones, como bien lo sabemos, son repentinas e impactantes, pero también de corta duración. Y estos movimientos fueron (y son) a veces “carnavales de solidaridad”. Los carnavales, enseñaba el filósofo ruso Mikhail Bakhtin, son pausas en la monotonía de lo mundano, que traen consigo un alivio momentáneo de la rutina cotidiana todopoderosa, abrumadora y asquerosa. Suspenden la rutina, la declaran nula y vacía. Sólo mientras duran los festejos. Una vez que se agota la energía y cede la exultación poética, los juerguistas retornan a la prosa de lo cotidiano.
La rutina necesita carnavales periódicos como válvula de seguridad para aflojar la presión. Cada tanto, es necesario descargar las emociones peligrosas, drenar la mala sangre, soltar la aversión a la rutina para que su poder debilitante y neutralizante pueda restablecerse. En suma, las probabilidades de la solidaridad están determinadas menos por las pasiones y la batahola del “carnaval” que por el silencio de la rutina desapasionada. ¿Quiere solidaridad? Entonces, enfrente y acepte la rutina de lo mundano; con su lógica o su inanidad, con los poderes de sus exigencias, órdenes y prohibiciones. Y mida sus fuerzas con los modelos de los quehaceres cotidianos de aquellas personas que determinaron la historia siendo a la vez determinadas por ella.
Devaluación
Para decirlo con suavidad, por lo menos en nuestra parte del mundo, el trabajo monótono cotidiano es inhospitalario para la solidaridad. Sin embargo, no siempre fue así. Dentro de la sociedad de constructores, que se formó en los albores de la era moderna, hubo una auténtica fábrica de solidaridad. Se desarrolló sobre la base del vigor y la densidad de los lazos humanos y la obviedad de las interdependencias humanas. Muchos aspectos de la existencia contemporánea nos enseñaron una lección de solidaridad y nos alentaron a cerrar filas y marchar del brazo: los pelotones pululantes de trabajadores dentro de los muros de las fábricas, la uniformidad de la rutina de trabajo regulada por el reloj e impuesta por la línea de producción, la omnipresencia de la supervisión intrusiva y la estandarización de las exigencias disciplinarias –pero también la convicción a ambos lados de la divisoria de clases, es decir los directores y los dirigidos, de que su dependencia mutua era inevitable y no dejaba margen alguno para la evolución. De modo que era sensato elaborar un modus covivendi permanente y una restricción autoimpuesta, algo que este compromiso exigía categóricamente.
Los beneficios de la solidaridad se destacaron también con la práctica de los sindicatos, las negociaciones colectivas y las paritarias, los contratos colectivos de trabajo, las cooperativas de productores, consumidores o inquilinos, distintos tipos de fraternidades y asociaciones mutuales. La lógica de la construcción de Estado dentro de la soberanía territorialmente definida de autoridades nacionales llevó a la solidaridad. Y, por último, la expansión lenta pero segura de las instituciones del Estado benefactor demostró la naturaleza comunal de la coexistencia humana, sobre la base del ideal y la experiencia de la solidaridad.
Nuestra sociedad [“moderna tardía”, como se la suele llamar ahora sin fundamento (1)] de consumidores, profundamente individualizada, es exactamente lo opuesto a una fábrica de solidaridad: produce desconfianza mutua y competencia. Un efecto colateral muy común del funcionamiento de esta fábrica es la devaluación de la solidaridad humana: un rechazo o incluso una negativa de su utilidad en la persecución de los deseos personales y el logro de las metas personales. La devaluación de la solidaridad tiene sus raíces en el deterioro de la atención al bien común y la calidad de la sociedad en la cual se desarrolla la vida del individuo. Como señala Ulrich Beck, más que una comunidad consensual en todo nivel, es el individuo humano separado, en su naturaleza distintiva y su lucha solitaria por la autodeterminación, el que sobrelleva actualmente la carga de buscar y encontrar, individualmente y dentro de los límites definidos por la magnitud de sus recursos individuales, soluciones “individuales” a problemas “producidos socialmente” (en su eficiencia y su insensatez equivale a construir un refugio antibombas para evitar las consecuencias de la guerra nuclear).
En contraste con las sociedades donde la actitud dominante era la de “custodio” (la protección de la herencia común de la creación divina confiada al cuidado humano) o de “jardinero” (asumiendo la responsabilidad por la forma del orden social y su preservación), hoy se recomienda constante e insistentemente la actitud de “cazador”; esta actitud tiene que ver principalmente o quizás hasta exclusivamente con el número y el tamaño de los trofeos de caza y la capacidad de la mochila de caza. Ocuparse de la abundancia de animales en la zona de cacería, es decir, el éxito de futuras cacerías, sigue estando más allá de la capacidad del cazador. En una sociedad de consumidores que tratan al mundo como un reservorio de potenciales objetos de consumo, la estrategia de vida recomendada es forjarse un nicho relativamente cómodo y seguro para uso exclusivamente privado dentro del espacio público, que es totalmente inhospitable para la gente, indiferente a las perturbaciones y a la desdicha humanas, repleto de emboscadas y trampas explosivas. En este mundo, la solidaridad no sirve de mucho.
Nuevas verdades
Es difícil evaluar aquí cuál es la causa y cuál el resultado –pero paralelamente al deterioro del interés por la calidad del bien común (y de la sociedad propiamente dicha), puede observarse el abandono y el desmantelamiento de las “fábricas de solidaridad” tradicionales. La “desregulación del mercado de trabajo” y la consecuente fluidez de las comunidades de trabajo caracterizadas por una estabilidad cada vez menor –menos y menos protegida por la ley– desfavorece considerablemente la formación de lazos más firmes con “colegas”. La filosofía del management en su forma actual traslada la responsabilidad de los resultados financieros de una empresa de los superiores a los subordinados, lo cual deja a cada empleado en situación de competir con todos los demás.
Esta filosofía requiere que la utilidad de cada empleado o empleada se mida según su aporte personal a la rentabilidad de la empresa: ella o él están obligados a competir con el resto del equipo de trabajo. En esencia, se obliga a los trabajadores a luchar por su posibilidad de sobrevivir a otra ronda de despidos, una medida que suele disfrazarse con criptónimos tan “políticamente correctos” como “subcontratación” o “tercerización”. En un juego evidente de suma cero, unirse y cerrar filas es de escasa utilidad y no ayuda mucho a sobrevivir –al contrario, se está volviendo peligrosamente cercano a una pulsión suicida. Y lo que es más ominoso, la antigua dependencia mutua de la dirección y la fuerza de trabajo, con la mutualidad resultante de deberes y responsabilidades, ha sido revocada unilateralmente.
Si a los potenciales empleados les cuesta salir adelante, sus posibles empleadores pueden trasladarlos a ellos (o a su capital) de un lugar a otro sin demasiados problemas; de modo que en el matrimonio de los jefes con sus subordinados, a cada paso es posible un divorcio iniciado y dictado por los intereses de los primeros. Apenas si podemos hablar aquí de una solidaridad de destino cuando no puede esperarse una solidaridad de acciones; los lazos son demasiado flojos para eso, las responsabilidades demasiado frágiles y demasiado fáciles de revocar. En cualquier momento pueden desaparecer los empleos, junto con los jefes y los dueños, dejando hasta a los empleados más leales, útiles y valorados sin trabajo y sin medios. Los esfuerzos de inventar un modus covivendi mutuamente atractivo y de largo plazo no tienen mucho sentido en estas condiciones; y la solidaridad mutua no tiene demasiada chance.
Las nuevas verdades son vívidamente demostradas e inculcadas por los populares programas de la reality TV. Y estas verdades promocionadas por los medios anuncian que los participantes en estos programas son enemigos; que se sale adelante y se sobrevive a la batalla a costa del vecino. La meta primordial de cada uno es sobrevivir y eliminar a los otros primero; y ese debería ser también nuestro objetivo. Las coaliciones (si es que se forman) son ad hoc y temporarias, no duran más que su utilidad para promover el propio interés y socavar el interés de los otros; aquí nadie promete fidelidad y nadie asume la carga de responsabilidades a largo plazo (mucho menos eternas). El rechazo, pronunciado cada semana en el caso de la mayoría de estos programas, es una ley absoluta. La única incógnita es quién ganará y designará a aquél o aquélla que recibirá la expulsión. No hay espacio aquí para una “causa común” o una responsabilidad por otros –es cada uno para sí mismo. Como si los autores y productores de la Reality TV conspiraran para aportar más argumentos a favor de la triste conclusión de Sigmund Freud de que, de todos los mandamientos de Dios, la orden de “amar al prójimo como a sí mismo” es la más difícil de cumplir y la más riesgosa en sus consecuencias.
Malas intenciones
La amenaza que atormenta la vida urbana contemporánea y la tendencia a la separación espacial y el aislamiento no son nada propicios para la solidaridad. Guardaespaldas armados vigilan las entradas a oficinas y “barrios cerrados”, donde quienes pueden permitírselo –entre otros, los que marcan el tono de la vida urbana– buscan un refugio (enormemente caro) contra los peligros que supuestamente pululan en las calles. En las ciudades, vemos cada vez más soluciones arquitectónicas que obstaculizan el acceso o el paso en lugar de facilitarlo. Cámaras de circuito cerrado nos miran desde cada rincón y cada entrada. En un estilo similar al de los vigías en las torres de vigilancia del Panopticon (inventado por Jeremy Bentham y considerado por Michel Foucault como el arquetipo de la tecnología moderna del poder, una solución para superiores que controlan a sus subordinados), nos espían para impedirnos “entrar” más que “escapar”. Son instrumentos, no tanto del Panopticon como del Banopticon –que mantienen a los indeseables a una distancia (teóricamente) segura del patio trasero y de la mala jugada, que (por definición) se espera de ellos.
Cada extraño (y en una ciudad, sobre todo si es grande, todos somos extraños para los demás salvo excepciones) es sospechado de malas intenciones. Y ninguna de las formas mencionadas de evitar las amenazas reales e imaginarias al cuerpo y las posesiones aplaca la sensación de peligro o elimina el miedo a los extraños; al contrario, son la prueba más visible de la realidad de la amenaza y justifican el miedo generado al enfrentarse con el “extraño”. Cuanto más elaborados son los cerrojos, los candados y las cadenas que instalamos de día, más aterradoras son las pesadillas de intrusiones y saqueos que nos atormentan de noche. Cada vez nos resulta más difícil comunicarnos con los que están detrás de la puerta. La profundización de nuestro mutuo aislamiento físico y mental, la pérdida de un lenguaje común y la capacidad de comunicarnos y entendernos unos a otros –estos procesos ya no necesitan estímulos externos; como si ya se guiaran por el “hágalo usted mismo” se alimentan de sí mismos, se desatan solos y tienen su propio impulso. Resulta tentador ver en ellos el primer perpetuum mobile que la humanidad ha logrado construir.
De modo que sí, es cierto que muchas pruebas (muchas más de las que pude enumerar aquí) acumuladas nos ilustran que el mundo en el que nos toca vivir y que recreamos a diario –conscientemente o no– a través de nuestras acciones no es particularmente impresionante en lo que se refiere a dar cabida a la solidaridad. Pero tampoco escasean las pruebas de que el espíritu y el ansia de solidaridad en el mundo frustrado con esta inhospitalidad no cederán.
Una vez tras otra, sigilosa pero obstinadamente, este espíritu puede llegar a retornar del exilio. Lo demuestran los sucesivos episodios de “solidaridad explosiva” y los cada vez más frecuentes “carnavales de solidaridad” (pues los carnavales celebran lo que extrañamos más llamativa y dolorosamente en nuestra rutina cotidiana). Se multiplican iniciativas locales como emprendimientos cooperativos ad hoc –aunque usualmente sean modestos y a menudo efímeros. En múltiples formas, la palabra “solidaridad” busca pacientemente en qué encarnarse. Y no dejará de buscar ansiosa y apasionadamente hasta conseguirlo.
En ese afán que tiene la palabra de encarnarse, nosotros, los habitantes del siglo XXI, somos tanto agentes como objetos de ese anhelo. Somos el punto de partida y el destino final, pero también vagabundos que seguimos esa ruta y vamos trazándola con nuestros pasos. Con nuestros pasos, finalmente la ruta aparecerá –pero es difícil dibujar su rumbo exacto en el mapa antes de que eso ocurra. Pese a esta dificultad, es imposible resistirse a la tentación de diseñar dicho mapa. Los diseños de esos mapas son innumerables. Pero de los que conozco, hay un diseño que me pareció esbozado con una responsabilidad incomparablemente mayor hacia la palabra solidaridad, porque su comprensión de las limitaciones para predecir el rumbo de la historia por parte de los humanos es mucho mejor que en el caso de la mayoría de las “hojas de ruta”. Este diseño, según una de las mentes más poderosas de nuestra era, Richard Sennett, no es un mapa de una ruta todavía no transitada sino instrucciones de posicionamiento respecto de la planificación de la ruta para cuando sea transitada en el futuro.
La fórmula heurística de Sennett (que él define como una “forma contemporánea de humanismo”, pero que traza como un viaje hacia una humanidad pensando en la solidaridad) comprende tres niveles: “cooperación, informal, abierta”. Cada una de las tres partes de esta fórmula es igualmente importante. La “informalidad” nos advierte que debemos unirnos a la acción común sin un programa y un código de conducta predeterminados –lo que le permite tanto emerger gradualmente como cristalizar en el transcurso de la cooperación. La “apertura” recomienda que no supongamos que nuestra visión de las cosas es la correcta sino que debemos aceptar la posibilidad de descubrir su error; no debemos cargar la interacción futura con el objetivo de imponer nuestra opinión a otros participantes o persuadirlos de que nuestra visión es acertada y la de ellos errónea; debemos aspirar a enseñar y a aprender –combinar el rol de maestro con el de estudiante. Y para definir la naturaleza de la interacción, Sennett elige el concepto de “cooperación” antes que de “diálogo” o “negociación”, ya que no se trata de establecer de quién son los argumentos que ganan y de quién los que pierden.
En la “cooperación informal abierta”, al igual que en la humanidad fundada en la solidaridad, no hay ganadores y perdedores: desde “la cooperación informal abierta juntos”, al igual que con el esfuerzo de construir vínculos de solidaridad, cada participante sale más sabio, más rico y más habilidoso que antes. Sabe más, es capaz de más –y por eso quiere y puede emprender tareas más ambiciosas e importantes. Más allá de todo lo que pueda decirse sobre la “cooperación informal abierta”, indudablemente no es un juego de suma cero.
(1) Carece de fundamento llamarla asi porque “tardio” es un atributo que podemos adjudicar a un periodo solo mirando retrospectivamente, cuando una era de varias etapas ya termino. Y el final de la era moderna no parece estar a la vista.
(c) Zygmunt Bauman Traduccion de Cristina Sardoy
domingo, 23 de junho de 2013
segunda-feira, 10 de junho de 2013
Legislação e Anistia
Folha de S. Paulo 10 de junho de 2013
Legislação foi confirmada no plano federal em três ocasiões
DO EDITOR-ASSISTENTE DA "ILUSTRADA"
A Lei 6.683/79, conhecida como Lei da Anistia, foi sancionada pelo então presidente João Batista Figueiredo em 28 de agosto de 1979, depois de ser aprovada no Congresso por 206 votos a 201.
A partir daquela data, ficaram perdoados todos os crimes de motivação política cometidos entre 2 de setembro de 1961 e 15 de agosto de 1979.
O texto abriu exceção para pessoas condenadas "pela prática de [...] terrorismo, assalto, sequestro e atentado pessoal". Com isso, muitos militantes da resistência à ditadura continuaram presos.
Historiadores e juristas divergem até hoje sobre as circunstâncias da época. Na opinião do professor emérito da Universidade Mackenzie Ives Gandra, "a lei, a rigor, foi feita a pedido dos guerrilheiros, que estavam na clandestinidade". Teria representado "uma forma de trazê-los de volta à vida normal".
"Se era para perdoar, que se perdoassem os dois lados. Concordamos que tínhamos de passar uma borracha no passado", diz Gandra. "Não se tratou de uma lei de autoanistia. O governo não precisaria, não estava enfraquecido. A ideia era pacificar o país naquele momento."
Já para o professor emérito da Faculdade de Direito da USP Dalmo Dallari, "é absurdo" falar em acordo. "Foi o máximo que se conseguiu naquele momento, dada a resistência dos generais em permitir a liberação de presos políticos e o retorno de exilados."
"Ninguém consegue negociar com a corda no pescoço. Foram só alguns setores que selaram esse pacto. A lei coopta e inverte uma demanda legítima da sociedade", faz coro o mestre em sociologia do direito Renan Quinalha.
"O poder de agenda ainda era do governo Figueiredo. Deputados eram cassados, perseguidos. O Congresso não tinha autonomia", acrescenta ele, lembrando que um projeto de anistia mais abrangente apresentado pelo partido de oposição MDB em 1978 não avançou.
CONSTITUIÇÃO
Em novembro de 1985, já no governo José Sarney, uma emenda elevou a Anistia de lei ordinária a regra constitucional. "Consagrar na Constituição a anistia aos agentes públicos significa legitimá-la no mais alto grau", explica Quinalha.
Para a ala segundo a qual a lei de 1979 foi negociada, esse endosso por parte de um governo civil, no contexto de um regime democrático reinstaurado, fragiliza o discurso de que o texto foi imposto. Na Carta de 1988, o Ato das Disposições Constitucionais Transitórias inseriu os preceitos da anistia no marco jurídico da redemocratização.
Vinte anos depois, a OAB pleiteou no STF a reinterpretação da lei à luz dos tratados internacionais de que o Brasil é signatário e daquela Constituição. A corte apreciou a ação em 2010, decidindo pela manutenção do entendimento que exime de punição agentes da repressão a opositores da ditadura.
O julgamento criou uma cisão no Executivo. A Advocacia-Geral da União, o Ministério da Defesa e o Itamaraty se opuseram ao teor da ação, enquanto a Casa Civil, o Ministério da Justiça e a Secretaria Especial de Direitos Humanos o referendaram.
Legislação foi confirmada no plano federal em três ocasiões
DO EDITOR-ASSISTENTE DA "ILUSTRADA"
A Lei 6.683/79, conhecida como Lei da Anistia, foi sancionada pelo então presidente João Batista Figueiredo em 28 de agosto de 1979, depois de ser aprovada no Congresso por 206 votos a 201.
A partir daquela data, ficaram perdoados todos os crimes de motivação política cometidos entre 2 de setembro de 1961 e 15 de agosto de 1979.
O texto abriu exceção para pessoas condenadas "pela prática de [...] terrorismo, assalto, sequestro e atentado pessoal". Com isso, muitos militantes da resistência à ditadura continuaram presos.
Historiadores e juristas divergem até hoje sobre as circunstâncias da época. Na opinião do professor emérito da Universidade Mackenzie Ives Gandra, "a lei, a rigor, foi feita a pedido dos guerrilheiros, que estavam na clandestinidade". Teria representado "uma forma de trazê-los de volta à vida normal".
"Se era para perdoar, que se perdoassem os dois lados. Concordamos que tínhamos de passar uma borracha no passado", diz Gandra. "Não se tratou de uma lei de autoanistia. O governo não precisaria, não estava enfraquecido. A ideia era pacificar o país naquele momento."
Já para o professor emérito da Faculdade de Direito da USP Dalmo Dallari, "é absurdo" falar em acordo. "Foi o máximo que se conseguiu naquele momento, dada a resistência dos generais em permitir a liberação de presos políticos e o retorno de exilados."
"Ninguém consegue negociar com a corda no pescoço. Foram só alguns setores que selaram esse pacto. A lei coopta e inverte uma demanda legítima da sociedade", faz coro o mestre em sociologia do direito Renan Quinalha.
"O poder de agenda ainda era do governo Figueiredo. Deputados eram cassados, perseguidos. O Congresso não tinha autonomia", acrescenta ele, lembrando que um projeto de anistia mais abrangente apresentado pelo partido de oposição MDB em 1978 não avançou.
CONSTITUIÇÃO
Em novembro de 1985, já no governo José Sarney, uma emenda elevou a Anistia de lei ordinária a regra constitucional. "Consagrar na Constituição a anistia aos agentes públicos significa legitimá-la no mais alto grau", explica Quinalha.
Para a ala segundo a qual a lei de 1979 foi negociada, esse endosso por parte de um governo civil, no contexto de um regime democrático reinstaurado, fragiliza o discurso de que o texto foi imposto. Na Carta de 1988, o Ato das Disposições Constitucionais Transitórias inseriu os preceitos da anistia no marco jurídico da redemocratização.
Vinte anos depois, a OAB pleiteou no STF a reinterpretação da lei à luz dos tratados internacionais de que o Brasil é signatário e daquela Constituição. A corte apreciou a ação em 2010, decidindo pela manutenção do entendimento que exime de punição agentes da repressão a opositores da ditadura.
O julgamento criou uma cisão no Executivo. A Advocacia-Geral da União, o Ministério da Defesa e o Itamaraty se opuseram ao teor da ação, enquanto a Casa Civil, o Ministério da Justiça e a Secretaria Especial de Direitos Humanos o referendaram.
O debate da Lei de Anistia eo STF
Revisão da Lei da Anistia divide juristas Folha de S. Paulo 10 de junho de 2013
Proposta defendida por integrantes da Comissão da Verdade reacende debate sobre punição de agentes da ditadura
Tese de crime permanente é usada em denúncias contra militares ligados a casos de tortura e morte
LUCAS NEVES EDITOR-ASSISTENTE DA "ILUSTRADA" Tese de crime permanente é usada em denúncias contra militares ligados a casos de tortura e morte
Juristas divergem sobre a possibilidade de o STF (Supremo Tribunal Federal) rever o entendimento acerca da Lei da Anistia sedimentado em 2010. Na ocasião, a corte rejeitou ação em que a OAB (Ordem dos Advogados do Brasil) pedia que crimes praticados por agentes da repressão durante a ditadura militar (1964-1985) fossem considerados comuns, e não políticos (passíveis de perdão).
O debate ganhou novo sopro porque integrantes da Comissão Nacional da Verdade passaram a defender a inclusão, no relatório que o grupo deve apresentar no ano que vem, de um pedido de revisão da lei, para que militares envolvidos em casos de desaparecimento, tortura e morte no período sejam punidos.
Além disso, o mestre em sociologia do direito Renan Quinalha aponta outro fator que tem incentivado a reinterpretação da lei: a estratégia adotada pelo Ministério Público Federal em 2011, de apresentar denúncias contra militares com base na figura jurídica do crime permanente.
Pelo menos três dessas ações já foram aceitas pela Justiça e se tornaram processos penais. O argumento aqui é o de que, no caso de vítimas da repressão que desapareceram e cujos restos mortais não foram localizados, a ação criminosa iniciada na ditadura ainda estaria em curso.
Segundo Quinalha, essa pulverização de ações sobre o mesmo tema põe o Brasil no caminho aberto por procuradores da Argentina e do Uruguai, que provocaram disputas no Judiciário a partir de denúncias pontuais.
"Ainda que haja mais derrotas do que vitórias, [essa tática] serve para colocar a matéria em pauta e eventualmente criar jurisprudência", diz ele, também autor do livro "Justiça de Transição: Contornos do Conceito" (Expressão Popular).
"No Brasil, a OAB escolheu questionar a aplicação da lei em termos abstratos. Acho que houve certa precipitação em levar a discussão direto ao Supremo."
CONDENAÇÃO NA OEA
Em 2010, meses após a decisão do STF, a Corte Interamericana de Direitos Humanos, ligada à Organização dos Estados Americanos, condenou o Estado brasileiro a punir os responsáveis pelo desaparecimento de 62 pessoas que participaram da Guerrilha do Araguaia (1972-1974).
Segundo os juízes, "as disposições da Lei da Anistia brasileira que impedem a investigação e sanção de graves violações de direitos humanos são incompatíveis com a Convenção Americana [da qual o Brasil é signatário]".
"Não há como não cumprir [a sentença]", afirma Quinalha. "Não faz sentido aderir à Convenção Americana de Direitos Humanos se não se adere à jurisdição da corte correspondente."
"A OEA estabeleceu que não há anistia para crimes contra a humanidade nem autoanistia. Como os militares ainda estavam no comando quando a lei foi promulgada, ela não tem valor jurídico", avalia o professor emérito da Faculdade de Direito da USP Dalmo Dallari.
O professor emérito da Universidade Mackenzie Ives Gandra discorda. "As cortes internacionais só funcionam nos casos de omissão da Justiça local. A nossa Constituição determina que lesões de qualquer natureza sofridas aqui devem ser levadas a tribunais brasileiros. E o STF já definiu sua interpretação."
Para ele, não há "nenhuma possibilidade de sanção ao Brasil [por eventual descumprimento da sentença da OEA]", porque "a Corte Interamericana recomenda, e só". A tese do crime permanente invocada nas denúncias atuais da Procuradoria-Geral da República e na sentença da Corte Interamericana constitui uma "ficção jurídica", na visão de Gandra.
quinta-feira, 6 de junho de 2013
Ackerman e Guantanamo
Contributors
Send Judges to Guantánamo, Then Shut It
By BRUCE ACKERMAN and EUGENE R. FIDELL
Published: May 3, 2013
New York Times
NEW HAVEN
Related
Times Topic: Guantánamo Bay Naval Base (Cuba) New York Times
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PRESIDENT OBAMA has once again pledged to close the Guantánamo Bay prison. But can he back up his brave words with decisive action?
The answer is yes, if he chooses to.
At present, legislation bars him from sending the Guantánamo detainees to the mainland United States to receive justice from the federal courts, leaving them to be tried by slow-moving military commissions that deny them many of the guarantees of civilian legal procedure. Nevertheless, the president has a way forward. He can, on his own authority, send federal judges to Guantánamo, where they could resolve the remaining cases in trials everyone can respect.
Previous presidents have established federal civilian courts on territory under American military control without going through Congress. The clearest precedent was set in postwar Germany.
Exercising his authority as commander in chief, President Harry S. Truman created a system of civilian courts in the American zone of occupation. In the 1950s, Dwight D. Eisenhower used the same power to create a special United States Court for Berlin, which remained under occupation even after the Federal Republic regained full sovereignty in western Germany. A regular federal judge presided over a criminal trial in that court as late as 1979 — a year after President Jimmy Carter gained Chief Justice Warren E. Burger’s consent to dispatch a federal district judge, Herbert J. Stern, to Berlin.
Nothing prevents President Obama from establishing a similar court at Guantánamo, where 166 prisoners remain under indefinite detention and about 100 have gone on a hunger strike. Acting under his authority as commander in chief, the president should quickly direct a team of district judges to try the detainee cases in Guantánamo under civilian criminal procedures. Such an order should also create a panel of federal judges to hear appeals.
The current chief justice, John G. Roberts Jr., could be expected to follow Burger’s precedent in recognition of President Obama’s constitutional obligation to “take care that the laws be faithfully executed.”
Decisive intervention is particularly important now, since the work of the military commissions has been interrupted by revelations that Defense Department computers gained access to e-mail messages among the defense lawyers, and potentially with their clients.
These discoveries came on the heels of reports that microphones in the courtroom and a hidden microphone in a defense lawyers’ meeting room permitted eavesdropping on confidential conversations.
Another hidden hand became visible in another episode. Since some testimony involves secrets, there was a plausible basis for allowing the military judge, Col. James L. Pohl of the Army, to control the audio stream available to journalists and spectators viewing the proceedings. But it turned out that he wasn’t the only one making these decisions. An unseen censor who the government said was working for the “original classification authority” — presumably the C.I.A. — was also in control of a cutoff switch behind the scenes.
We have reached the point of no return. Since President George W. Bush revived military commissions in 2001, half a dozen prosecutors have resigned in protest and Congress has twice passed legislation in efforts to create a system that might win public confidence.
Now the escalating hunger strike has led to forced feedings and physical confrontations in which guards have used nonlethal bullets to quell unrest. It is only a matter of time before suicide attempts further intensify the cycle of resistance and repression.
Presidential speeches will not suffice to cut short the series of tragic episodes that loom ahead. Only dramatic action will induce the prisoners, and the larger world, to take seriously America’s determination to end this legal nightmare.
Though holding the trials will address a shameful failure of the American government to deliver due process speedily, it will not solve all of the problems evident at Guantánamo. The government must also find a way to resolve the cases of prisoners who are not presently under charges but are deemed too dangerous to release, or for whom no country willing to accept them can be found.
But by joining together to bring federal judges to Guantánamo, the president and the chief justice would be doing more than vindicating the rule of law. They would be setting an example for collaboration, between the branches of government, and a commitment to seeing justice done, that might encourage Congress to take a fresh look at the other obstacles to closing the prison. Then, perhaps, Congress and Mr. Obama would finally take whatever other steps are needed to bring a decade of blunders to an end.
Bruce Ackerman, the author of “Before the Next Attack,” and Eugene R. Fidell, the founding president of the National Institute of Military Justice, teach at Yale Law School.
Send Judges to Guantánamo, Then Shut It
By BRUCE ACKERMAN and EUGENE R. FIDELL
Published: May 3, 2013
New York Times
NEW HAVEN
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Times Topic: Guantánamo Bay Naval Base (Cuba) New York Times
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PRESIDENT OBAMA has once again pledged to close the Guantánamo Bay prison. But can he back up his brave words with decisive action?
The answer is yes, if he chooses to.
At present, legislation bars him from sending the Guantánamo detainees to the mainland United States to receive justice from the federal courts, leaving them to be tried by slow-moving military commissions that deny them many of the guarantees of civilian legal procedure. Nevertheless, the president has a way forward. He can, on his own authority, send federal judges to Guantánamo, where they could resolve the remaining cases in trials everyone can respect.
Previous presidents have established federal civilian courts on territory under American military control without going through Congress. The clearest precedent was set in postwar Germany.
Exercising his authority as commander in chief, President Harry S. Truman created a system of civilian courts in the American zone of occupation. In the 1950s, Dwight D. Eisenhower used the same power to create a special United States Court for Berlin, which remained under occupation even after the Federal Republic regained full sovereignty in western Germany. A regular federal judge presided over a criminal trial in that court as late as 1979 — a year after President Jimmy Carter gained Chief Justice Warren E. Burger’s consent to dispatch a federal district judge, Herbert J. Stern, to Berlin.
Nothing prevents President Obama from establishing a similar court at Guantánamo, where 166 prisoners remain under indefinite detention and about 100 have gone on a hunger strike. Acting under his authority as commander in chief, the president should quickly direct a team of district judges to try the detainee cases in Guantánamo under civilian criminal procedures. Such an order should also create a panel of federal judges to hear appeals.
The current chief justice, John G. Roberts Jr., could be expected to follow Burger’s precedent in recognition of President Obama’s constitutional obligation to “take care that the laws be faithfully executed.”
Decisive intervention is particularly important now, since the work of the military commissions has been interrupted by revelations that Defense Department computers gained access to e-mail messages among the defense lawyers, and potentially with their clients.
These discoveries came on the heels of reports that microphones in the courtroom and a hidden microphone in a defense lawyers’ meeting room permitted eavesdropping on confidential conversations.
Another hidden hand became visible in another episode. Since some testimony involves secrets, there was a plausible basis for allowing the military judge, Col. James L. Pohl of the Army, to control the audio stream available to journalists and spectators viewing the proceedings. But it turned out that he wasn’t the only one making these decisions. An unseen censor who the government said was working for the “original classification authority” — presumably the C.I.A. — was also in control of a cutoff switch behind the scenes.
We have reached the point of no return. Since President George W. Bush revived military commissions in 2001, half a dozen prosecutors have resigned in protest and Congress has twice passed legislation in efforts to create a system that might win public confidence.
Now the escalating hunger strike has led to forced feedings and physical confrontations in which guards have used nonlethal bullets to quell unrest. It is only a matter of time before suicide attempts further intensify the cycle of resistance and repression.
Presidential speeches will not suffice to cut short the series of tragic episodes that loom ahead. Only dramatic action will induce the prisoners, and the larger world, to take seriously America’s determination to end this legal nightmare.
Though holding the trials will address a shameful failure of the American government to deliver due process speedily, it will not solve all of the problems evident at Guantánamo. The government must also find a way to resolve the cases of prisoners who are not presently under charges but are deemed too dangerous to release, or for whom no country willing to accept them can be found.
But by joining together to bring federal judges to Guantánamo, the president and the chief justice would be doing more than vindicating the rule of law. They would be setting an example for collaboration, between the branches of government, and a commitment to seeing justice done, that might encourage Congress to take a fresh look at the other obstacles to closing the prison. Then, perhaps, Congress and Mr. Obama would finally take whatever other steps are needed to bring a decade of blunders to an end.
Bruce Ackerman, the author of “Before the Next Attack,” and Eugene R. Fidell, the founding president of the National Institute of Military Justice, teach at Yale Law School.
A volta do Brasil ao CIDH
Folha de S.Paulo 06 de junho de 2013
Entrevista - Paulo Vannuchi
Brasil quer reatar com órgão que criticou Belo Monte
candidato do país à comissão de direitos humanos da OEA diz que governo quer retomar relações após afastamento em 2011
ISABEL FLECK DE SÃO PAULO
Se o Brasil conseguir eleger hoje Paulo Vannuchi, 63, para uma das três vagas abertas da mesa diretora da CIDH (Comissão Interamericana de Direitos Humanos) da OEA (Organização dos Estados Americanos), será o primeiro grande movimento para reatar as estremecidas relações entre o país e o organismo regional.
À Folha Vannuchi, ex-ministro da Secretaria de Direitos Humanos de Lula --e um dos atuais diretores do instituto do ex-presidente--, disse que sua candidatura já é uma "prova clara" de que o governo brasileiro quer "fortalecer" e "estar dentro" do sistema da OEA.
O Brasil está sem embaixador na OEA desde abril de 2011, em retaliação à emissão, pela CIDH, de uma medida cautelar para forçar o país a suspender as obras da hidrelétrica de Belo Monte, no Pará, por possíveis impactos à comunidade indígena local.
Vannuchi disputará, na eleição que ocorre hoje durante cúpula da OEA na Guatemala, três das sete vagas com representantes de México, Colômbia, EUA, Equador e Peru.
Folha - O Brasil retirou sua candidatura em 2011 em retaliação à decisão da CIDH sobre Belo Monte. O que mudou na comissão para que o país voltasse a lançá-lo candidato?
Paulo Vannuchi - Houve uma discussão inédita e extremamente rica nos últimos dois anos sobre o seu sistema de direitos humanos. No final dessa discussão, em março, produziu-se um consenso muito importante sobre renovações e a introdução de preocupações novas: por mais equilíbrio entre as ações de defesa e as de promoção de direitos humanos, e entre as diferentes relatorias.
A sua candidatura demonstra a intenção do Brasil em se reaproximar da OEA?
Total. A apresentação da candidatura é uma prova clara de que o governo quer fortalecer o sistema, quer estar dentro [da OEA]. E não é o primeiro passo: a suspensão da nossa contribuição anual [em 2011] já foi regularizada e também houve a candidatura do Roberto Caldas à Corte [Interamericana de Direitos Humanos, que integra, com a CIDH, o Sistema Interamericano de Proteção dos Direitos Humanos].
E eu sinto que há um interesse do sistema [da OEA] em ter o Brasil dentro, porque nenhum outro país tem a mesma capacidade de intermediação. O Brasil se senta com os EUA, com a Venezuela, com a Argentina --até com Cuba, que está fora do sistema.
O sr. tem insistido na necessidade de equilíbrio dentro da CIDH. O que há de descompasso na comissão?
Muitas vezes apareciam temas em que a CIDH tinha uma preocupação e não tinha condições, sobretudo de recursos humanos e orçamentários, para trabalhá-los. O orçamento até hoje é muito asfixiante --e praticamente inviabiliza o funcionamento de uma verdadeira comissão. Então o equilíbrio envolve uma decisão dos Estados de financiarem o sistema [a CIDH vive de doações externas feitas diretamente para as relatorias].
Além disso, algumas relatorias não tinham condições de viajar para discutir, por exemplo, o sistema prisional. Então quando se fala em equilíbrio é perceber que houve situações em que algumas relatorias dispuseram de mais recursos que outras --como se, em direitos humanos, fosse possível ter uma hierarquia de temas prioritários.
O sr. considera que foi dado muito recurso à relatoria de liberdade de imprensa?
Não, foi dado pouco às outras. Todas deveriam ter o mesmo nível de recursos da de liberdade de imprensa. O que não pode é uma relatoria de direitos da criança ou de sistema prisional não ter dinheiro para fazer viagens.
Após a decisão de Belo Monte, o Brasil criticou os critérios usados na aplicação de medidas cautelares. Ainda é preciso mais transparência?
Antes, havia uma grande disparidade entre medidas cautelares que eram muito bem fundamentadas, com clareza, e outras que não. Esses dois anos permitiram que os Estados apresentassem suas queixas [sobre as medidas aplicadas] --e os comissionados [membros da mesa diretora] ouviram.
Os que entrarão nesta eleição, entrarão sabendo disso --e quando tomarem novas medidas cautelares, cuidarão de garantir critérios de fundamentação e transparência.
Apesar da reforma aprovada em março, o Equador insiste na discussão de temas como a retirada da CIDH de Washington. É preciso seguir debatendo?
O Equador propõe é que não se dê como encerrado o processo de reflexão sobre o sistema. Isso é positivo. O que não pode é a discussão prosseguir como se não tivessem ocorrido esses dois anos de debate com resultados
Entrevista - Paulo Vannuchi
Brasil quer reatar com órgão que criticou Belo Monte
candidato do país à comissão de direitos humanos da OEA diz que governo quer retomar relações após afastamento em 2011
ISABEL FLECK DE SÃO PAULO
Se o Brasil conseguir eleger hoje Paulo Vannuchi, 63, para uma das três vagas abertas da mesa diretora da CIDH (Comissão Interamericana de Direitos Humanos) da OEA (Organização dos Estados Americanos), será o primeiro grande movimento para reatar as estremecidas relações entre o país e o organismo regional.
À Folha Vannuchi, ex-ministro da Secretaria de Direitos Humanos de Lula --e um dos atuais diretores do instituto do ex-presidente--, disse que sua candidatura já é uma "prova clara" de que o governo brasileiro quer "fortalecer" e "estar dentro" do sistema da OEA.
O Brasil está sem embaixador na OEA desde abril de 2011, em retaliação à emissão, pela CIDH, de uma medida cautelar para forçar o país a suspender as obras da hidrelétrica de Belo Monte, no Pará, por possíveis impactos à comunidade indígena local.
Vannuchi disputará, na eleição que ocorre hoje durante cúpula da OEA na Guatemala, três das sete vagas com representantes de México, Colômbia, EUA, Equador e Peru.
Folha - O Brasil retirou sua candidatura em 2011 em retaliação à decisão da CIDH sobre Belo Monte. O que mudou na comissão para que o país voltasse a lançá-lo candidato?
Paulo Vannuchi - Houve uma discussão inédita e extremamente rica nos últimos dois anos sobre o seu sistema de direitos humanos. No final dessa discussão, em março, produziu-se um consenso muito importante sobre renovações e a introdução de preocupações novas: por mais equilíbrio entre as ações de defesa e as de promoção de direitos humanos, e entre as diferentes relatorias.
A sua candidatura demonstra a intenção do Brasil em se reaproximar da OEA?
Total. A apresentação da candidatura é uma prova clara de que o governo quer fortalecer o sistema, quer estar dentro [da OEA]. E não é o primeiro passo: a suspensão da nossa contribuição anual [em 2011] já foi regularizada e também houve a candidatura do Roberto Caldas à Corte [Interamericana de Direitos Humanos, que integra, com a CIDH, o Sistema Interamericano de Proteção dos Direitos Humanos].
E eu sinto que há um interesse do sistema [da OEA] em ter o Brasil dentro, porque nenhum outro país tem a mesma capacidade de intermediação. O Brasil se senta com os EUA, com a Venezuela, com a Argentina --até com Cuba, que está fora do sistema.
O sr. tem insistido na necessidade de equilíbrio dentro da CIDH. O que há de descompasso na comissão?
Muitas vezes apareciam temas em que a CIDH tinha uma preocupação e não tinha condições, sobretudo de recursos humanos e orçamentários, para trabalhá-los. O orçamento até hoje é muito asfixiante --e praticamente inviabiliza o funcionamento de uma verdadeira comissão. Então o equilíbrio envolve uma decisão dos Estados de financiarem o sistema [a CIDH vive de doações externas feitas diretamente para as relatorias].
Além disso, algumas relatorias não tinham condições de viajar para discutir, por exemplo, o sistema prisional. Então quando se fala em equilíbrio é perceber que houve situações em que algumas relatorias dispuseram de mais recursos que outras --como se, em direitos humanos, fosse possível ter uma hierarquia de temas prioritários.
O sr. considera que foi dado muito recurso à relatoria de liberdade de imprensa?
Não, foi dado pouco às outras. Todas deveriam ter o mesmo nível de recursos da de liberdade de imprensa. O que não pode é uma relatoria de direitos da criança ou de sistema prisional não ter dinheiro para fazer viagens.
Após a decisão de Belo Monte, o Brasil criticou os critérios usados na aplicação de medidas cautelares. Ainda é preciso mais transparência?
Antes, havia uma grande disparidade entre medidas cautelares que eram muito bem fundamentadas, com clareza, e outras que não. Esses dois anos permitiram que os Estados apresentassem suas queixas [sobre as medidas aplicadas] --e os comissionados [membros da mesa diretora] ouviram.
Os que entrarão nesta eleição, entrarão sabendo disso --e quando tomarem novas medidas cautelares, cuidarão de garantir critérios de fundamentação e transparência.
Apesar da reforma aprovada em março, o Equador insiste na discussão de temas como a retirada da CIDH de Washington. É preciso seguir debatendo?
O Equador propõe é que não se dê como encerrado o processo de reflexão sobre o sistema. Isso é positivo. O que não pode é a discussão prosseguir como se não tivessem ocorrido esses dois anos de debate com resultados
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