“Ningún sistema político puede tolerar desórdenes continuos en las calles”
16/01/11 La democracia es casi un milagro, por su posibilidad de resolver conflictos y mejorar la vida. Pero exige equilibrio entre libertad y orden para lo más difícil: pelear contra la desigualdad y redistribuir.
PorClaudio Martyniuk
A fondo Promesas incumplidas, desencantamiento, naturalización y crisis de representación son algunos rasgos de la práctica democrática contemporánea. Aún así, y a pesar de carecer de la intensidad que originariamente tenía en la antigüedad griega, en Buenos Aires, Adam Przeworski -uno de los más prestigiosos teóricos contemporáneos de la política, que nació y creció en una Polonia autoritaria y que ha desarrollado una extensa obra en los Estados Unidos- califica a la democracia moderna como un milagro.
¿Cómo puede ser que existiendo el sufragio universal, que sostiene la democracia, persista la desigualdad? Porque es muy difícil remover la desigualdad. No sabemos cómo redistribuir e igualar las capacidades productivas. Lo que sabemos hacer es redistribuir el consumo. El idioma de la redistribución tiene como imagen la tierra. Cuando apareció el lenguaje de la redistribución se pensaba en la tierra y ella es bastante fácil de distribuir. Hoy día, ¿qué quiere decir redistribuir activos? Nadie sabe. Los checos, después de la caída del Muro, distribuyeron acciones. La gente que necesitaba dinero, que era la más pobre, las vendió inmediatamente y, después de tres años, la concentración de acciones era casi perfecta. Además de no saber bien cómo redistribuir, hay resistencia para remover la desigualdad de parte de los sectores que perderían. Por otra parte, y a pesar del sufragio universal, el diseño institucional en muchos países favorece el status quo. Las reformas son difíciles y hay que tener más que una mayoría política.
¿Eso lleva a que la democracia sea, más que soberanía del pueblo, una oligarquía competitiva? Sí, es así. Los países donde se desarrollaron movimientos sindicales y partidos de izquierda muy fuertes son menos oligárquicos, pero también hay desigualdades. Lo que llama la atención de países como Suecia, Noruega y Finlandia es que, antes que por el sistema de impuestos y gastos, la distribución del ingreso es mucho más igualitaria por el mecanismo que la iguala: las negociaciones colectivas y la postura de los sindicatos. Son los sindicatos los que aplanan la variación de sueldos.
Hay opiniones actuales sobre el populismo que le atribuyen eficacia transformadora. ¿Puede tenerla? Populismo quiere decir tantas cosas … Yo creo que el Estado puede, entre comillas, “dar”, recaudar de unos para llevar a otros. El subsidio al consumo -una política populista muy común- tiene el problema, primero, de ser muy cortoplacista. Segundo, es muy costoso en términos de incentivos y en términos de la burocracia que la ofrece. Es, quizás, algo que da una solución urgente. Pero yo creo que no debe ser permanente. Tenemos que pensar en políticas de creación de empleo, de capacitación, de desarrollo orientado hacia los pobres.
Contamos con constituciones que brindan largas listas de derechos, en su mayoría incumplidos. ¿Qué valor le asigna a esos reconocimientos? Ese reconocimiento puede ser muy tramposo, porque para ejercer derechos se necesitan condiciones materiales. Las declaraciones de derechos muchas veces no tienen consecuencias. Sin condiciones materiales adecuadas, la gente no puede hacer lo que tiene derecho a hacer. Se necesita al Estado para hacer activos los derechos de defensa contra el Estado. Pero, con honestidad, no sé cuál es la respuesta correcta: si incluir derechos en la Constitución, aunque el Estado no los pueda cumplir porque no hay condiciones materiales, pero para que queden en la agenda como algo fundamental; o no hacerlo, porque incluir en la Constitución cosas que no se pueden realizar debilita la legitimidad de la institucionalidad.
Se suele decir que con la democracia el pueblo se autogobierna. ¿Es realmente así? Con la democracia se llega lo más cerca posible al autogobierno. No nos gobernamos nosotros mismos; siempre nos gobierna otro. Sin embargo, al que elegimos lo podemos cambiar y esto, a nivel simbólico y emocional, es fundamental. El poder seductor de las elecciones es algo que siempre me llama la atención.
¿En dónde reside la seducción? Las elecciones dan a la gente el sentimiento de poder influir, de poder cambiar los gobiernos y a los que nos gobiernan. La democracia es el único método que tenemos para gestionar conflictos políticos en paz y libertad. Y esto es un verdadero milagro.
Su precedente es la antigüedad griega. Allí, entre los ciudadanos -no los esclavos, ni las mujeres- el autogobierno era una realidad.
El concepto de autogobierno era diferente porque en Grecia autogobierno quería decir un año gobierno yo y el resto de mi vida me gobiernan otros. Un buen ciudadano era alguien que podía gobernar y podía ser gobernado. Esto no es factible en sociedades del tamaño de las nuestras. Atenas tenía 30.000 ciudadanos y en su consejo legislativo había 5.000 miembros. Esa forma de autogobierno no es posible en la actualidad. Desde el siglo XVIII se desarrolló una concepción diferente del autogobierno que, aun con sus errores y rasgos bizarros, es la correcta. La alternancia de partidos en el gobierno es la forma moderna de rotación griega.
¿De qué maneras una regla básica de la democracia, la de la mayoría simple, aparece distorsionada? Primero, en la mayoría de las democracias, el diseño institucional es tal que de hecho se necesita mucho más que una mayoría simple para cambiar un status quo. Por ejemplo, el bicameralismo. En los Estados Unidos se necesita la mayoría de 75% de las dos cámaras para sancionar una ley. Tres cuartas partes es la mayoría requerida y el bicameralismo allí es equivalente a una regla de super mayoría. Segundo, existe todo un conjunto de instituciones contra-mayoritarias: las cortes y las agencias independientes, como el Banco Central y las agencias reguladoras, que son contra-mayoritarias y pueden revertir decisiones de la mayoría. Creo que todo esto sirve para defender el status quo e intereses comunes y corrientes. Suecia era el único país que hasta hace un año era unicameral y no tenía una corte constitucional. Era lo que más cerca había del sistema mayoritario. Sobre este debate hay desacuerdos y algunos teóricos sostienen que no tenemos democracia a menos que contemos con estos mecanismos contra-mayoritarios. Yo estoy en desacuerdo total.
¿Por qué? Porque no hay evidencia de que los gobiernos que están más cerca de un sistema en realidad mayoritario violan derechos o tienen políticas más inestables. Es una aseveración ideológica que sirve para proteger intereses.
Amartya Sen ha enfatizado que las democracias son un remedio para las hambrunas. Pero la crisis argentina de 2001 puso en evidencia la existencia de un elevado porcentual de la población con necesidades básicas radicalmente insatisfechas.
La democracia nos garantiza que no haya hambrunas. No es que no haya hambre cuando hay crisis. El contexto de Sen está dado por India y China, donde hay regiones sobre los cuales nadie sabe nada y la información no aparece. Lo que dice él es que con la prensa y la democracia, uno se entera. Una vez que el hecho aparece en la escena pública, el Gobierno tiene que actuar. En los interiores de India y China la gente muere de hambre. El argumento no dice que el nivel de hambre promedio sea más bajo en democracia. Dice que la democracia maneja mejor las crisis y que, en general, logra superarlas.
El politólogo chileno Norbert Lechner señaló que, para sobrevivir, la democracia necesita orden en las calles. ¿Comparte esa idea? Conocí a Lechner en Buenos Aires, en 1975, en un coloquio en el cual presentó su análisis de lo que había pasado en Chile: se había roto el orden público y ningún país puede tolerar el rompimiento del orden en las calles. En ese momento, me pareció una posición muy derechista. Sin embargo, ahora creo que tenía razón. Ningún sistema político puede tolerar desórdenes continuos en la calle, como pasó en Chile. Uno salía de la casa y comenzaba a llorar con el gas. Esta idea es relevante para pensar en el balance entre orden y libertad, que tiene idas y vueltas. Hay períodos más autoritarios y hay períodos más libertarios. En democracia, alguien gobierna y otros tienen que escuchar. El gran tema sobre el cual estoy trabajando -y las cosas aún no me quedan claras- es por qué en algunos países los conflictos políticos se canalizan en las discusiones y en otros -como la Argentina- muchas veces salen a la calle. No sé si esto depende del diseño institucional o de la voluntad de gobiernos particulares. Sin embargo, las diferencias son llamativas. En Costa Rica, la gente sale a la calle por temas gruesos una vez en cinco años. En Argentina, en promedio, cada tres o cuatro meses. En Noruega, una vez en diez años. En Italia, una vez cada dos meses.
¿Qué pudo aprender Europa del Este de los procesos de transición a la democracia de América latina? Escribí un libro comparando las dos regiones, queriendo decirles a mis compatriotas polacos que no idealicen la democracia, que la vida cotidiana de la democracia no es algo muy creativo. Tiene sus virtudes y sus límites, y no se debe pensar que de repente todos los problemas se van a resolver. Esa fue mi enseñanza. La gran diferencia, en favor de Europa del Este, es Europa Occidental. Fue decisivo para los países del Este entrar en la Unión Europea, porque concluyeron así etapas muy feas.
¿Eso significaría que para América latina el horizonte es la integración con Estados Unidos? No, no lo creo. Miren hacia la OCDE, donde están Chile y México. Quizás ese sea un buen club
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