sábado, 1 de novembro de 2008

Agamben política, economia e direito

O Prof. Farlei Martins envia a matéria de Agamben sobre economia,política e direito.

Leia abaixo trecho do livro publicado na revista ADN Cultura do jornal La Nación em primeiro de novembro de 2008.

El Reino y la Gloria

Por Giorgio Agamben
La función política esencial de la gloria, de las aclamaciones y de las doxologías parece hoy en decadencia. Ceremonias, protocolos y liturgias existen aún por todas partes, y no sólo donde sobreviven las instituciones monárquicas. En los recibimientos y en las ceremonias solemnes, el presidente de la república continúa siguiendo reglas protocolares [...]; el pontífice romano todavía se sienta sobre la cathedra Petri o sobre la silla gestatoria y viste ornamentos y tiaras, de cuyo significado los fieles generalmente han perdido la memoria.
Sin embargo, en líneas generales, ceremonias y liturgias tienden hoy a simplificarse; las insignias del poder se reducen al mínimo exponente; las coronas, los tronos y los cetros se conservan en las vitrinas de los museos o de los tesoros; y las aclamaciones, que tanta importancia han tenido para la función gloriosa del poder, parecen estar desapareciendo en todas partes. Pero en definitiva no están tan lejos los tiempos en que, en el ámbito de lo que Kantorowicz llamaba the emotionalism (el emocionalismo) de los regímenes fascistas, las aclamaciones desarrollaban una función decisiva en la vida política de algunos grandes Estados europeos; quizá nunca una aclamación en sentido técnico fue pronunciada con tanta fuerza y eficacia como Heil Hitler en la Alemania nazi o Duce duce en la Italia fascista. Sin embargo esos gritos fragorosos y unánimes que resonaban ayer en las plazas de nuestras ciudades parecen hoy parte de un pasado lejano e irrevocable.
¿Pero es realmente así? En 1928, cuando retoma en su Teoría de la Constitución el tema del ensayo Referendo y propuesta de ley por iniciativa popular, escrito el año anterior, Schmitt precisa el significado constitutivo de las aclamaciones en el derecho público y lo hace precisamente en el capítulo dedicado al análisis de la “doctrina de la democracia”. [...]
El aporte específico de Schmitt no consiste [...] sólo en que vincula indisolublemente la aclamación con la democracia y con la esfera pública, sino también en que individualiza las formas en que ella puede existir en las democracias contemporáneas, en las cuales “la asamblea del pueblo presente y toda clase de aclamación se han vuelto imposibles”. En las democracias contemporáneas, la aclamación sobrevive, según Schmitt, en la esfera de la opinión pública; y únicamente partiendo del nexo constitutivo pueblo-aclamación-opinión pública es posible restituir sus derechos al concepto de publicidad, hoy “tan desdibujado, pero esencial para toda la vida política y en particular para la democracia moderna”:

La opinión pública es la forma moderna de la aclamación. Ella es, quizás, una forma difusa y su problema no está resuelto ni desde el punto de vista sociológico ni desde el punto de vista del derecho público. Pero su esencia y su significado político se encuentran precisamente en el hecho de que ella puede ser entendida como aclamación. No hay ninguna democracia y ningún Estado sin opinión pública, como no hay ningún Estado sin aclamación.
Por cierto, Schmitt es consciente de que, desde esta perspectiva, la manipulación de la opinión pública podría ocasionar riesgos esenciales para la democracia. Pero según el principio por el cual el criterio último de la existencia política de un pueblo es su capacidad de distinguir al amigo del enemigo, cree que mientras aquella capacidad exista, tales riesgos no son decisivos:

En toda democracia hay siempre partidos, oradores y demagogos –desde los próstatai de la democracia ateniense hasta los bosses de la democracia americana–, además de prensa, filmes y otros métodos de manipulación psicotécnica de las grandes masas, que no se dejan someter a una disciplina completa. Existe por lo tanto siempre el peligro de que fuerzas sociales invisibles e irresponsables dirijan la opinión pública y la voluntad del pueblo.
La clave aquí no es tanto la particular adscripción de la aclamación –un elemento que parece pertenecer sobre todo a la tradición del autoritarismo– a la tradición genuinamente democrática: esto ya estaba presente en el ensayo de 1927. Más interesante aun es la indicación según la cual la esfera de la gloria –cuyo significado y cuya arqueología hemos intentado reconstruir– no desaparece en las democracias modernas, sino que simplemente se desplaza hacia otro ámbito, el de la opinión pública. Si esto es cierto, el problema hoy tan debatido de la función política de los medios masivos en las sociedades contemporáneas adquiere un nuevo significado y una nueva urgencia.

En 1967, con un diagnóstico cuya precisión hoy nos parece por demás evidente, Guy Debord constataba la transformación a escala planetaria de la política y de la economía capitalista en “una inmensa acumulación de espectáculos”, en los que la mercancía y el capital mismo asumen la forma mediática de la imagen. Si conjugamos los análisis de Debord con la tesis schmittiana de la opinión pública como forma moderna de la aclamación, todo el problema del actual dominio espectacular de los medios masivos sobre todo aspecto de la vida social aparece en una dimensión nueva. Aquí está en cuestión nada menos que una nueva e inaudita concentración, multiplicación y diseminación de la función de la gloria como centro del sistema político. Lo que en una época estaba confinado a las esferas de la liturgia y los ceremoniales se concentra en los medios masivos y, a la vez, a través de ellos, se difunde y penetra a cada instante y en cada ámbito de la sociedad, tanto público como privado. La democracia contemporánea es una democracia basada integralmente en la gloria, es decir, en la eficacia de la aclamación, multiplicada y diseminada por los medios masivos más allá de toda imaginación (que el término griego para gloria –dóxa– sea el mismo que designa hoy la opinión pública es, desde este punto de vista, algo más que una coincidencia). Como ocurría ya en las liturgias profanas y eclesiásticas, este supuesto “fenómeno democrático originario” es una vez más capturado, orientado y manipulado bajo las formas, y según las estrategias, del poder espectacular.

Comenzamos ahora a entender mejor el sentido de las actuales definiciones de la democracia como government by consent (gobierno por consentimiento) o consensus democracy (democracia consensual) y la transformación decisiva de las instituciones democráticas que ellas implican. En 1994, con motivo de la sentencia del Tribunal Federal alemán que rechazaba un recurso de inconstitucionalidad contra la ratificación del Tratado de Maastricht, tuvo lugar en Alemania un debate entre un ilustre constitucionalista, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas. En un breve ensayo (con un título significativamente interrogativo Braucht Europa eine Verfassung ?, “¿Necesita Europa una Constitución?”) que intervenía en la discusión –entonces particularmente viva en Alemania– entre quienes creían que los tratados que habían llegado a la integración europea ya tenían valor de constitución formal y quienes sostenían, en cambio, la necesidad de un documento constitucional en sentido propio, el jurista subrayaba la heterogeneidad insalvable entre los tratados internacionales, que tienen su fundamento jurídico en los acuerdos entre Estados, y la constitución, que presupone un acto constituyente del pueblo. Grimm escribe:

Una constitución en el sentido pleno del término debe necesariamente provenir de un acto del pueblo o al menos atribuido al pueblo, a través del cual este se autoconfiere la capacidad de actuar políticamente. Esta fuente le falta por completo al derecho comunitario primario, que no proviene de un pueblo europeo, sino de los singulares Estados miembros y depende de estos incluso para su entrada en vigencia.

Grimm no sentía ninguna nostalgia por el modelo del Estado nacional o por una comunidad nacional cuya unidad se presupone de algún modo de manera sustancial o “radicada en una etnia”. Pero él no podía no hacer notar que la falta de opinión pública europea y de una lengua común hacía, al menos por el momento, imposible la formación de algo así como una cultura política común.

Esta tesis, que reflejaba de modo coherente los principios del derecho público moderno, coincidía sustancialmente con la posición de aquellos sociólogos como Lepsius que, más o menos en los mismos años, incluso distinguiendo entre ethnos (la colectividad nacional basada en la descendencia y la homogeneidad) y demos (el pueblo como “nación de los ciudadanos”), habían afirmado que Europa no posee todavía un demos común y no puede por lo tanto constituir un poder europeo políticamente legítimo.

A esta concepción de la relación necesaria entre pueblo y constitución, Habermas opone la tesis de una soberanía popular completamente emancipada de un sujeto-pueblo sustancial (constituido por “miembros de una colectividad físicamente presentes, participantes e implicados”) y resuelta integralmente en las formas comunicativas privadas de sujeto que, según su idea de la publicidad, “regulan el flujo de la formación política de la opinión y de la voluntad”. Una vez que la soberanía popular se disuelve y licua en tales procedimientos comunicativos, no sólo el lugar simbólico del poder no puede ser ocupado por nuevos símbolos identitarios, sino que disminuyen también las objeciones de los constitucionalistas a la posibilidad de que algo así como un “pueblo europeo” –entendido de manera correcta, es decir, comunicativa– pueda existir.

Es sabido cómo, en los años siguientes, se procedió efectivamente a la redacción de una “constitución europea”, con la inesperada consecuencia –que debería haberse previsto– de que fue rechazada por el “pueblo de los ciudadanos” que habría tenido que ratificarla y de cuyo poder constituyente ella no era ciertamente expresión. El hecho es que, si a Grimm y a los teóricos del nexo pueblo-constitución, se les podía objetar que ellos todavía remitían a presupuestos comunes (la lengua, la opinión pública), a Habermas y a los teóricos del pueblo-comunicación se les podía objetar, no sin buenos argumentos, que ellos terminaban por depositar el poder político en las manos de los expertos y de los medios masivos.

Lo que nuestra investigación nos ha mostrado es que el Estado holístico basado en la presencia inmediata del pueblo aclamante y el Estado neutralizado resuelto en las formas comunicativas sin sujeto se oponen sólo en apariencia. Ellos no son más que las dos caras del mismo dispositivo glorioso en sus dos formas: la gloria inmediata y subjetiva del pueblo aclamante y la gloria mediática y objetiva de la comunicación social. Como debería ser evidente hoy, pueblo-nación y pueblo-comunicación, incluso en la diversidad de sus comportamientos y de sus figuras, son los dos rostros de la dóxa, que, como tales, se entrelazan y se separan continuamente en las sociedades contemporáneas. En este entrecruzamiento, los teóricos “democráticos” y laicos de la acción comunicativa corren el riesgo de encontrarse al lado de los pensadores conservadores de la aclamación, como Schmitt y Peterson. Pero este es, precisamente, el precio que deben pagar las elaboraciones teóricas que creen poder prescindir de las precauciones arqueológicas.

Una investigación genealógica sumaria es también capaz de demostrar que el government by consent y la comunicación social sobre la que en última instancia descansa el consenso remiten, en realidad, a las aclamaciones. La primera vez que el concepto de consensus aparece en un contexto técnico de derecho público es un pasaje crucial de las Res gestae Augusti, donde Augusto resume brevemente la concentración de los poderes constitucionales en su persona: “In consulatu sexto et septimo, postquam bella civilia extinxeram, per consensum universorum potitus rerum omnium (En mis consulados sexto y séptimo, después de haber aplacado las guerras civiles, a través del consenso de todos, asumí todo el poder)”. Los historiadores del derecho romano se han interrogado sobre el fundamento iuspublicístico de esta extraordinaria concentración de poderes; Mommsen y Kornemann, por ejemplo, creen que ella no se fundaba tanto en la función de triunviro, sino sobre una especie de estado de excepción [...]. Sin embargo, es singular que Augusto no sólo la funda inequívocamente sobre el consenso, sino que inmediatamente antes precisa de qué manera ese consenso se había manifestado: ” Bis ovans triumphavi, tris egi curulis triumphos et appellatus sum vicies et semel imperator (Dos veces recibí el honor de la ovación, tres veces celebré el triunfo curul y veintiuna veces he sido aclamado emperador)”. Para un historiador como Mommsen, que nunca había escuchado hablar de “acción comunicativa”, no era fácil, por cierto, remitir la noción de consenso a un fundamento iuspublicístico; pero si se entiende el nexo esencial que lo liga a la aclamación, el consenso puede ser definido sin dificultad, parafraseando la tesis schmittiana sobre la opinión pública, como “la forma moderna de la aclamación” (poco importa que la aclamación sea expresada por una multitud físicamente presente, como en Schmitt, o por el flujo de los procedimientos comunicativos, como en Habermas). En todo caso, la democracia consensual, que Debord llamaba “sociedad del espectáculo” y que es tan apreciada por los teóricos de la acción comunicativa, es una democracia gloriosa, en la cual la oikonomía se resuelve integralmente en la gloria, y la función doxológica, emancipándose de la liturgia y de los ceremoniales, se absolutiza en una medida inaudita y penetra en todo ámbito de la vida social.

La filosofía y la ciencia de la política han omitido plantear las preguntas que aparecen como decisivas cada vez que se analizan, en una perspectiva genealógica y funcional, las técnicas y las estrategias del gobierno y del poder: ¿de dónde extrae nuestra cultura –mitológica y fácticamente– el criterio de la politicidad? ¿Cuál es la sustancia –o el procedimiento, o el umbral– que permite otorgarle a algo un carácter propiamente político? La respuesta que nuestra investigación sugiere es: la gloria, en su doble aspecto, divino y humano, ontológico y económico, del Padre y del Hijo, del pueblo-sustancia o del pueblo-comunicación. El pueblo –real o comunicacional– al que de algún modo el government by consent y la oikonomía de las democracias contemporáneas deben remitir inevitablemente es, en esencia, aclamación y dóxa . Si luego, como hemos tratado de mostrar in limine, la gloria recubre y captura como “vida eterna” aquella praxis particular del hombre viviente que hemos definido inoperosidad; y si es posible, como se anunciaba al final de Homo sacer I, pensar la política –más allá de la economía y de la gloria– a partir de una desarticulación inoperosa tanto del bíos como de la zoé, esto es lo que queda como tarea para una investigación futura.

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