O Prof Farlei Martins envia a seguinte matéria sobre o adensamento da incerteza.
El País, 07.10.2008
El retorno de la incertidumbre
DANIEL INNERARITY
Anda ahora casi todo el mundo, con motivo de la crisis financiera,
celebrando que tenía razón, pero muy pocos advierten que lo que se ha
acabado es precisamente eso: el arte de tener siempre razón. Si estuviéramos
ante el final del neoliberalismo y el retorno de las certezas
socialdemócratas, tal vez nos sintiéramos más aliviados pero no habríamos
entendido que lo que se acaba es otra cosa: una determinada concepción de
nuestro saber acerca de la realidad social y de nuestra capacidad de decidir
sobre ella. La vieja alianza del saber y el poder debe replantearse de nuevo
en la era de la incertidumbre reconocida y gestionada. Seguiremos sabiendo
muchas cosas y nos gobernaremos mejor, pero ambas cosas sólo serán posibles
si hacemos una buena política, democráticamente legitimada, a partir de
nuestro desconocimiento.
Mientras estuvo vigente el modelo de la certeza, el mundo estaba configurado
por decisiones soberanas que se adoptaban sobre la base de un saber
asegurado. Ahora nos toca acostumbrarnos a la inestabilidad y la
incertidumbre, tanto en lo que hace referencia a las predicciones de los
economistas, el comportamiento del mercado o el ejercicio de los liderazgos
políticos. Nuestro principal desafío es la gobernanza del riesgo, que no es
la renuncia a regularlo ni la ilusión de que pudiéramos eliminarlo
completamente.
La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la
idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la
sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más
consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus
conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas
manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay
incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras
decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad.
Aparecen nuevas y diversas formas de ignorancia que no tienen que ver con lo
todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad
que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber
correspondiente. Muchas veces el saber de qué se dispone tiene una mínima
parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o
indicios.
Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades
contemporáneas dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Lo que
ocurre es que han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que
se requiere. En muchos ámbitos -como, por ejemplo, la regula
-ción de los mercados o el cambio climático- ha de recurrirse a teorías que
manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo
plazo. En las más graves cuestiones nos enfrentamos a riesgos en relación
con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura.
La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la
responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad.
Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los
Estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y
pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad
configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las
nuevas formas de saber.
El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente
acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin
problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo
desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es
así. De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de
información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en
virtud de ese crecimiento aumenta de manera más que proporcional el no-saber
(acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber). Si
en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia
consistían en eliminarla, los planteamientos actuales asumen que hay una
dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla,
tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso. La sociedad
del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha
de aprender a gestionar ese desconocimiento
Éste es el verdadero terreno de batalla social: quién sabe y quién no, cómo
se reconoce o impugna el saber y el no saber. Si nos fijamos bien, de hecho,
las confrontaciones políticas más importantes son valoraciones distintas del
no-saber o de la inseguridad del saber: en la sociedad compiten diferentes
valoraciones del miedo, la esperanza, la ilusión, las expectativas, la
confianza, las crisis (¿es esto realmente una crisis?, nos preguntábamos
hace muy poco), que no tienen un correlato objetivo indiscutible. Como
efecto de esta polémica, se focalizan aquellas dimensiones de no-saber que
acompaña al desarrollo de la ciencia: sobre sus consecuencias desconocidas,
las cuestiones que deja sin resolver, sobre las limitaciones de su ámbito de
validez...
Esa "politización del no-saber" se hizo patente, por ejemplo, en el marco de
las controversias acerca de la política tecnológica a partir de los años 70.
No es sólo que cada vez hubiera más conciencia de esa relevancia de lo
desconocido, sino que esa percepción y su valoración correspondiente cada
vez eran más dispares. Lo que para unos era fundamentalmente motivo de
temor, despertaba en otros unas expectativas prometedoras. Los miedos y las
inquietudes presentes en buena parte de la opinión pública no son plenamente
infundados, como acostumbran a suponer los defensores de una tecnología de
riesgo cero. Tras el rechazo social de algunas opciones técnicas hay con
frecuencia una percepción de determinadas ignorancias o incertidumbres que
la ciencia y la técnica deberían reconocer. En éste y en otros conflictos
similares lo que chocan son percepciones divergentes e incluso enfrentadas
del no-saber.
A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno a cómo
decidir bajo condiciones de incertidumbre. ¿Qué ignorancia hemos de
considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué
equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la
responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por
el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones?
La decepción de los políticos de que no les proporcionan consejos claros y
seguros se corresponde con la decepción de los científicos de que
frecuentemente su consejo no es escuchado. El gran dilema de las actuales
democracias estriba en que han de adoptar las decisiones teniendo en cuenta
el saber científico disponible y, al mismo tiempo, esas decisiones tienen
que estar legitimadas democráticamente. Y para enfrentarse correctamente a
ese dilema lo primero que han de saber es que se trata de dos cuestiones
distintas. Pese a todas las esperanzas de que el asesoramiento científico
alivie el peso de la responsabilidad política, la ciencia sigue siendo
ciencia y la política, política.
En todo caso, cuando se trata de pensar las relaciones entre saber y poder,
conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto. Ambos
pueden consolarse mutuamente de haber perdido sus antiguos privilegios y
compartir la misma incertidumbre, bajo la forma de perplejidad teórica en un
caso y como vértigo ante la contingencia de la decisión en otro. ¿Qué
privilegio ha perdido el poder? La prerrogativa de no tener que aprender y
dedicarse simplemente a mandar. ¿Y cuál es el que ha perdido el saber? Pues
ha perdido aquella seguridad y evidencia que le permitía prescindir de toda
exigencia de legitimación; ahora es más visible su inexactitud social. De
ahí que el problema ya no sea cómo compaginar un saber seguro con un poder
soberano, sino cómo articularlos para compensar las debilidades de uno y de
otro en orden a combatir juntos la creciente complejidad del mundo.
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